La música condensa y perpetúa amores, pesares y memorias colectivas. Con cierta combinación de ritmo y melodía, la imaginación dibuja escenarios y esculpe personajes que resultan crónicas de lo consciente y de lo inconsciente.
Una buena crónica debe ser como la salsa: cálida, arrebatadora, impredecible, reverberante. También debe convertirse en una ventana que permita vislumbrar dramas que, si bien fueron musicalmente retratados hace más de medio siglo, no pierden vigencia. Tal como un buen bolero.
Las notas caribeñas plasman el encanto que suelen poseer algunos elementos del imaginario latinoamericano: la trampa de la nostalgia - en términos amorosos, y hasta políticos- de algo que varias veces es menos real que producto de la ficción. He aquí una divergencia: mientras los compositores musicales pueden mantener la ilusión, los cronistas - de corte periodístico- deben retirar el velo.
El cronista busca maneras de abordar su tierra, su gente y sus mitos. Para ello intuye y configura historias de amor y delincuencia, de esoterismo y poder. Estas trovas del siglo veinte tendrán obsesión por los detalles, buscarán la poesía en la cotidianidad, se apegarán al pulso social.
Salsa, bolero y crónica: tres hermanas costumbristas, tres maneras de narrar que poseen una cadencia similar. De ahí que los cronistas latinoamericanos puedan transcribir los rezos a Maria Lionza, o cantar la fuga del bandolero panameño Cipriano Armenteros. Asimismo, puede que relaten el asesinato de Santiago Nasar, o la fuerza mística que desprende la imagen cadavérica de santa Eva Duarte de Perón.
La crónica es un recuerdo en contexto, una pista –en este caso- para zambullirse de nuevo en la complejidad de América Latina, a través de relatos sencillos y profundos. La crónica es una canción que, aunque sea de las tristes, gusta.
Una buena crónica debe ser como la salsa: cálida, arrebatadora, impredecible, reverberante. También debe convertirse en una ventana que permita vislumbrar dramas que, si bien fueron musicalmente retratados hace más de medio siglo, no pierden vigencia. Tal como un buen bolero.
Las notas caribeñas plasman el encanto que suelen poseer algunos elementos del imaginario latinoamericano: la trampa de la nostalgia - en términos amorosos, y hasta políticos- de algo que varias veces es menos real que producto de la ficción. He aquí una divergencia: mientras los compositores musicales pueden mantener la ilusión, los cronistas - de corte periodístico- deben retirar el velo.
El cronista busca maneras de abordar su tierra, su gente y sus mitos. Para ello intuye y configura historias de amor y delincuencia, de esoterismo y poder. Estas trovas del siglo veinte tendrán obsesión por los detalles, buscarán la poesía en la cotidianidad, se apegarán al pulso social.
Salsa, bolero y crónica: tres hermanas costumbristas, tres maneras de narrar que poseen una cadencia similar. De ahí que los cronistas latinoamericanos puedan transcribir los rezos a Maria Lionza, o cantar la fuga del bandolero panameño Cipriano Armenteros. Asimismo, puede que relaten el asesinato de Santiago Nasar, o la fuerza mística que desprende la imagen cadavérica de santa Eva Duarte de Perón.
La crónica es un recuerdo en contexto, una pista –en este caso- para zambullirse de nuevo en la complejidad de América Latina, a través de relatos sencillos y profundos. La crónica es una canción que, aunque sea de las tristes, gusta.
1 comentario:
Totalmente de acuerdo, mi querida Sosa. De hecho, creo que hasta en el mínimo acto de escribir un letra, de repetir un verso, una estrofa, hacemos propias las palabras y el sabor de la música, de la salsa
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